
Así que ahí estaba yo, tras recibir un buen bibe cargadito, sentado a solas en el banco del vestuario del gimnasio, con el pollón bien tieso y reclamando mi atención.
Acabé de tragar la lefa que todavía impregnaba de sabor a polla mi boca, y me relamí los labios carnosos. Con mis manos acaricié mi torso musculado, mis enormes pectorales y los huecos entre mis abdominales, repartiendo el semen que había caído allí, extendiéndolo por mi piel de ébano, que brilló con la caliente humedad.
Después me llevé la mano a la barbilla y al cuello, por donde todavía me chorreaba esperma. Recogí el líquido y lo empleé para lubricar la punta de mi rabo. Me froté el glande con la mano mojada de la leche recién ordeñada al instructor del gimnasio, y quedó brillante y resbaladizo cuando su semen se mezcló con mi propio líquido preseminal.
Tenía la polla durísima, y los huevos a punto de estallar. Chupársela a ese tío siempre me ponía realmente caliente, no sé la razón. Y solo podía pensar en hacerme un buen pajote, sabía que no podría pensar en nada más que descargar hasta que mi rabo expulsara unos buenos chorros de lefa. Así que empecé la tarea.

Cualquiera podría entrar en el vestuario, y eso le añadía morbo. Me preguntaba qué ocurriría si alguien me pillaba, si se escandalizaría o si le fliparía mi enorme polla y me echaría una mano...